El valle de La Sauceda |
Hace poco
tiempo, en una de esas escapadas en moto que tanto me gustan, dirigí mi rueda
hacia el Valle de la Sauceda. Este lugar que reposa entre las provincias de
Málaga y Cádiz en el parque de los Alcornocales, término municipal de Cortes de
la Frontera; es un paraje exuberante de verdor y serranía en el que se
encuentra uno con la paz y la armonía que la naturaleza despliega tantas veces
alrededor nuestro.
Me informé sobre este mágico lugar, y me
sorprendió lo unido que había estado siempre este paraje a las defensas de las
libertades del hombre. De hecho, gracias a que aquí se le daba cobijo a todo
aquel perseguido por sus ideas, su nombre hace mención a lo que aquí
encontraban los desahuciados “Sauceda”.
Después de la
guerra de las Alpujarras, en 1571, esta zona fue demonizada por dar cobijo a
bandoleros o vaqueros. La verdad es que fue aquí donde se gestó el primer germen
libertario y ecológico desde tiempo inmemorial, debido a su belleza e
inaccesibilidad.
Fue el
licenciado Juan Sarmiento de Valladares (a quien ya Cervantes en su “Coloquios
de perros” lo describe como el destructor de La Sauceda), el encargado de la
sórdida tarea de no dejar piedra sobre piedra del poblado morisco y rebelde de
La Sauceda.
Sin embargo, a la luz de la fama que testificó el
escritor rondeño de mediados del Siglo XVI Vicente Espinel en su novela
picaresca “Vida del escudero Marcos de Obregón”, “fuíme a La Sauceda donde hay
lugares y soledades tan remotas, que puede un hombre vivir muchos años sin ser
visto ni encontrado si él no quiere”, antes de finalizar el siglo se refugiaron
allí Pedro Machuca San Juan, capitán desaforado (privado de todo privilegio y
juzgado en rebeldía) del ejército de Felipe II, proclamado caudillo general de
la República Libre de la Sauceda, y sus 300 soldados huidos de la justicia
militar, junto con moriscos verdaderos y monfíes (moriscos desterrados y que se
refugiaban en lugares inaccesibles, dedicándose muchos de ellos al
bandolerismo), judíos, gitanos y bandoleros de Sierra Morena. Así pues, desde
que los castellanos conquistan Al-Andalus, el valle recóndito de La Sauceda fue
un lugar casi mágico donde se pudo construir una especie de “zona liberada”,
una comuna libertaria multirracial, una república libre al margen de la
monarquía castellana y cuya fama rebelde y resistente pervivió hasta los años
de la sublevación militar fascista. No es casualidad la marea de refugiados que
llegaron a la zona, y la alta combatividad que demostraron ante las acometidas
de las columnas militarizadas fascistas y falangistas, repeliéndolas una y otra
vez. (Cita de la web rebelión.org)
Y es en ese
valle, donde lo escarpado del terreno facilitó que fuera el último reducto de
resistencia republicana. Una aldea de edificaciones llamadas moriscos, que
albergó en la época a más de mil personas, unas personas que huían ante el
avance de las tropas sublevadas contra la segunda República. Y lo que no pudo
ni la guerra de las Alpujarras, ni Juan Sarmiento de Valladares, ni el
inquisidor Don Diego, ni Felipe II, ni Argote de Molina… lo hicieron los stukas
nazis en el primer bombardeo sobre civiles de la historia, pues ocurrió meses
antes del bombardeo de Guernika.
En el libro
“Un valle de belleza y dolor. La tragedia de la Sauceda”, dejó escrito García
Bravo: “… Fueron aquellos meses de noviembre de 1936 a finales de febrero de
1937 los que harán que aquel valle de luz y belleza se convirtiera en un lugar
de oscuridad, tristeza y mucho dolor. Tras los incansables bombardeos de los
aviones rebeldes que destruirían para siempre aquellas casas hechas con mucho
sudor, de muros de piedra y techos de brezos, los molinos, la ermita y todo
cuanto fue la aldea de la sauceda, dando lugar a que familias enteras huyeran
despavoridas sin saber a dónde ir o dónde ocultarse, cada familia padeció la
tragedia y el dolor que duraría tres largos años de guerra y una larga
posguerra, con el sabor del miedo y el silencio obligado.
Todo quedó
arrasado; ya no se escuchaba ni tan siquiera el graznido de las águilas y hasta
los pájaros callaron, los arroyos enmudecieron; solo el frío viento de invierno
y el miedo estaban presentes en aquella tragedia de horror y muerte que
envolvió a todo el valle de la sauceda. Solo quedó la presencia oscura de
muerte, de fusiles, bombas, voces de mando y miedo, mucho miedo, que, al llegar
las atardecidas de noviembre a febrero, solo eran interrumpidas por lamentos,
gritos desgarradores y el sonar de disparos, que provenían del cortijo del
Marrufo, allí donde eran pasados por las armas, sin juicio, hombres y mujeres,
vilmente asesinados. Así quedaban grabados para siempre en el silencio del
valle sus gritos y lágrimas.
Aquel
lugar, «El Cortijo del Marrufo», el que no hacía mucho tiempo dio trabajo a los
vecinos del valle, y donde se celebraron bodas alegres y festivas, pasó desde
primero del mes de noviembre hasta finales de febrero de 1937 a convertirse en
un lugar de hacinamiento masivo, de terror y de muerte, al cual iban llegando
detenidos hombres y mujeres, incluso niños, vecinos de todos los pueblos de los
alrededores.
Se
convirtió el lugar en un destacamento al mando de quien había dirigido una de
las columnas rebeldes que ocuparon la zona, el teniente de la Guardia Civil y
jefe de la línea de Ubrique, José Robles Ales. Conforme iban llegando las
familias, hombres y mujeres, al Marrufo, a los hombres se les encerraba en los
pabellones anexos al cortijo y a las mujeres y los niños en la ermita del mismo
cortijo. A las mujeres se las torturaba con la intención de sacarles
información sobre sus familiares que consiguieron huir. Muchas de esas mujeres
serían fusiladas y arrojadas a las fosas comunes”.
En mi
visita a este lugar, pude notar desde el principio del camino cómo una extensa
nube de dolor recorre sus árboles y piedras. El recuerdo de lo que aquí sucedió
sigue de alguna forma flotando en el ambiente, dotando al paisaje de una densa
negrura, y de una extraña pena que se te agarra a la garganta.
Una roca partida por efecto de una bomba, nos recibe nada más adentrarnos en la aldea |
Restos de las casas de piedra destruidas |
El paisaje aparece desolador y abandonado |
Ruedas de un antiguo molino, donde quedaron recostadas hace ochenta años |
Un árbol creciendo sobre las piedras que la barbarie dejó tiradas |
El riachuelo Pasadallana, cuyo rumor es el único sonido que percibimos |
Algunas de las casas han sido restauradas para servir como alojamiento rural |
Algunas imágenes de la Ermita, única construcción que quedó más o menos en pie, con las huellas de las bombas y las balas |
La vida siempre se abre paso a través de la destrucción |
Esta visita merece la pena por dos motivos, el bellísimo paisaje que te rodea, y el homenaje a las personas que aquí lucharon y perdieron la vida en defensa de las libertades. Confío en que el recuerdo de nuestro pasado, nos haga evitar algo parecido en nuestro futuro.