Vistas de página en total

domingo, 19 de marzo de 2017

LA SAUCEDA, MEMORIA DEL HORROR

El valle de La Sauceda
     Hace poco tiempo, en una de esas escapadas en moto que tanto me gustan, dirigí mi rueda hacia el Valle de la Sauceda. Este lugar que reposa entre las provincias de Málaga y Cádiz en el parque de los Alcornocales, término municipal de Cortes de la Frontera; es un paraje exuberante de verdor y serranía en el que se encuentra uno con la paz y la armonía que la naturaleza despliega tantas veces alrededor nuestro.

          Me informé sobre este mágico lugar, y me sorprendió lo unido que había estado siempre este paraje a las defensas de las libertades del hombre. De hecho, gracias a que aquí se le daba cobijo a todo aquel perseguido por sus ideas, su nombre hace mención a lo que aquí encontraban los desahuciados “Sauceda”.

   Después de la guerra de las Alpujarras, en 1571, esta zona fue demonizada por dar cobijo a bandoleros o vaqueros. La verdad es que fue aquí donde se gestó el primer germen libertario y ecológico desde tiempo inmemorial, debido a su belleza e inaccesibilidad.

      Fue el licenciado Juan Sarmiento de Valladares (a quien ya Cervantes en su “Coloquios de perros” lo describe como el destructor de La Sauceda), el encargado de la sórdida tarea de no dejar piedra sobre piedra del poblado morisco y rebelde de La Sauceda.

     Sin embargo, a la luz de la fama que testificó el escritor rondeño de mediados del Siglo XVI Vicente Espinel en su novela picaresca “Vida del escudero Marcos de Obregón”, “fuíme a La Sauceda donde hay lugares y soledades tan remotas, que puede un hombre vivir muchos años sin ser visto ni encontrado si él no quiere”, antes de finalizar el siglo se refugiaron allí Pedro Machuca San Juan, capitán desaforado (privado de todo privilegio y juzgado en rebeldía) del ejército de Felipe II, proclamado caudillo general de la República Libre de la Sauceda, y sus 300 soldados huidos de la justicia militar, junto con moriscos verdaderos y monfíes (moriscos desterrados y que se refugiaban en lugares inaccesibles, dedicándose muchos de ellos al bandolerismo), judíos, gitanos y bandoleros de Sierra Morena. Así pues, desde que los castellanos conquistan Al-Andalus, el valle recóndito de La Sauceda fue un lugar casi mágico donde se pudo construir una especie de “zona liberada”, una comuna libertaria multirracial, una república libre al margen de la monarquía castellana y cuya fama rebelde y resistente pervivió hasta los años de la sublevación militar fascista. No es casualidad la marea de refugiados que llegaron a la zona, y la alta combatividad que demostraron ante las acometidas de las columnas militarizadas fascistas y falangistas, repeliéndolas una y otra vez. (Cita de la web rebelión.org)

     Y es en ese valle, donde lo escarpado del terreno facilitó que fuera el último reducto de resistencia republicana. Una aldea de edificaciones llamadas moriscos, que albergó en la época a más de mil personas, unas personas que huían ante el avance de las tropas sublevadas contra la segunda República. Y lo que no pudo ni la guerra de las Alpujarras, ni Juan Sarmiento de Valladares, ni el inquisidor Don Diego, ni Felipe II, ni Argote de Molina… lo hicieron los stukas nazis en el primer bombardeo sobre civiles de la historia, pues ocurrió meses antes del bombardeo de Guernika.

     En el libro “Un valle de belleza y dolor. La tragedia de la Sauceda”, dejó escrito García Bravo: “… Fueron aquellos meses de noviembre de 1936 a finales de febrero de 1937 los que harán que aquel valle de luz y belleza se convirtiera en un lugar de oscuridad, tristeza y mucho dolor. Tras los incansables bombardeos de los aviones rebeldes que destruirían para siempre aquellas casas hechas con mucho sudor, de muros de piedra y techos de brezos, los molinos, la ermita y todo cuanto fue la aldea de la sauceda, dando lugar a que familias enteras huyeran despavoridas sin saber a dónde ir o dónde ocultarse, cada familia padeció la tragedia y el dolor que duraría tres largos años de guerra y una larga posguerra, con el sabor del miedo y el silencio obligado.
     
     Todo quedó arrasado; ya no se escuchaba ni tan siquiera el graznido de las águilas y hasta los pájaros callaron, los arroyos enmudecieron; solo el frío viento de invierno y el miedo estaban presentes en aquella tragedia de horror y muerte que envolvió a todo el valle de la sauceda. Solo quedó la presencia oscura de muerte, de fusiles, bombas, voces de mando y miedo, mucho miedo, que, al llegar las atardecidas de noviembre a febrero, solo eran interrumpidas por lamentos, gritos desgarradores y el sonar de disparos, que provenían del cortijo del Marrufo, allí donde eran pasados por las armas, sin juicio, hombres y mujeres, vilmente asesinados. Así quedaban grabados para siempre en el silencio del valle sus gritos y lágrimas.
     
     Aquel lugar, «El Cortijo del Marrufo», el que no hacía mucho tiempo dio trabajo a los vecinos del valle, y donde se celebraron bodas alegres y festivas, pasó desde primero del mes de noviembre hasta finales de febrero de 1937 a convertirse en un lugar de hacinamiento masivo, de terror y de muerte, al cual iban llegando detenidos hombres y mujeres, incluso niños, vecinos de todos los pueblos de los alrededores.
    
     Se convirtió el lugar en un destacamento al mando de quien había dirigido una de las columnas rebeldes que ocuparon la zona, el teniente de la Guardia Civil y jefe de la línea de Ubrique, José Robles Ales. Conforme iban llegando las familias, hombres y mujeres, al Marrufo, a los hombres se les encerraba en los pabellones anexos al cortijo y a las mujeres y los niños en la ermita del mismo cortijo. A las mujeres se las torturaba con la intención de sacarles información sobre sus familiares que consiguieron huir. Muchas de esas mujeres serían fusiladas y arrojadas a las fosas comunes”.

      En mi visita a este lugar, pude notar desde el principio del camino cómo una extensa nube de dolor recorre sus árboles y piedras. El recuerdo de lo que aquí sucedió sigue de alguna forma flotando en el ambiente, dotando al paisaje de una densa negrura, y de una extraña pena que se te agarra a la garganta.

Una roca partida por efecto de una bomba, nos recibe nada más adentrarnos en la aldea







 Restos de las casas de piedra destruidas


    




El paisaje aparece desolador y abandonado



Ruedas de un antiguo molino, donde quedaron recostadas hace ochenta años



Un árbol creciendo sobre las piedras que la barbarie dejó tiradas



El riachuelo Pasadallana, cuyo rumor es el único sonido que percibimos


Algunas de las casas han sido restauradas para servir como alojamiento rural









Algunas imágenes de la Ermita, única construcción que quedó más o menos en pie, con las huellas de las bombas y las balas

La vida siempre se abre paso a través de la destrucción

     Esta visita merece la pena por dos motivos, el bellísimo paisaje que te rodea, y el homenaje a las personas que aquí lucharon y perdieron la vida en defensa de las libertades. Confío en que el recuerdo de nuestro pasado, nos haga evitar algo parecido en nuestro futuro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario